Cuentos perversos by Varios autores

Cuentos perversos by Varios autores

autor:Varios autores
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Cuento
publicado: 2010-11-30T23:00:00+00:00


Encuentro con tiburones

Isidore LUCIEN Ducasse,

Conde de Lautréamont

Desde siempre buscaba un alma que se me pareciera, y no podía encontrarla. Pese a escudriñar con minucia todos los rincones del planeta, mi perseverancia resultó inútil. Sin embargo, no podía permanecer solo. Necesitaba de alguien que aprobara mi carácter, que tuviera las mismas ideas que yo. Una mañana en que el sol surgió del horizonte, en toda su magnificencia, se apareció también ante mis ojos, un joven cuya presencia hacía brotar flores a su paso. Se me acercó con la mano extendida: «He venido a ti que me buscas. Bendigamos tan feliz día». Pero yo le respondí: «Vete; no te he llamado; no necesito tu amistad...» Caía la tarde; la noche comenzaba a extender sobre la naturaleza la negrura de su velo. Una hermosa mujer, que yo apenas distinguía, extendió también sobre mí su encantadora influencia y me miró con piedad; sin embargo, no se atrevía a hablarme. Dije entonces: «Acércate para que pueda distinguir con claridad los rasgos de tu rostro; pues la luz de las estrellas no es suficiente para iluminarlos a esta distancia». Entonces, con andar recatado y la mirada clavada en el suelo, holló la hierba para dirigirse hacia mí.

En cuanto la tuve cerca y pude descifrar su expresión le dije: «Veo que la bondad y la justicia se aposentan en tu corazón: no podremos vivir juntos. En este momento admiras mi belleza que a más de una ha conmovido; pero te arrepentirás, tarde o temprano, de haberme consagrado tu amor; pues no conoces mi alma. No porque te fuera infiel alguna vez: yo me entrego con igual confianza y abandono a la que con tanto abandono y confianza se entrega a mí; aprende esto para siempre: los lobos y los corderos no se miran con ojos tiernos.» ¿Qué necesitaba pues, yo, que con tanto asco rechazaba lo más hermoso que había en la humanidad?; no habría sabido decir lo que necesitaba. No estaba todavía acostumbrado a darme rigurosa cuenta de los fenómenos de mi espíritu, mediante los métodos que recomienda la filosofía.

Me senté en una roca, junto al mar. Un navío acababa de desplegar todas las velas para alejarse de aquellos parajes: un punto apenas perceptible apareció de pronto en el horizonte y se acercaba, poco a poco, empujado por el viento y crecía a medida que ganaba proximidad. Una tempestad iba a iniciar sus embates y el cielo se oscurecía ya, hasta quedar de un negro casi tan horrendo como el corazón del hombre. El navío, que era un gran bajel de guerra, acababa de echar todas sus anclas, para evitar que el fuerte oleaje lo barriera contra las rocas de la costa. El viento soplaba con furor y hacía trizas las velas. Los truenos retumbaban en medio de los relámpagos pero no podían acallar los gritos y las lamentaciones que se escuchaban en la casa sin fundamentos, sepulcro móvil. La agitación de esas masas acuosas no había logrado romper las cadenas de las anclas, pero sus sacudidas habían entreabierto un camino al agua en los flancos del navío.



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